viernes, 10 de abril de 2015

Insensibilidad

Vivimos en un mundo que lastima nuestra sensibilidad.

Tenemos que llevar abrigo, porque a veces hace frío. Tenemos que ponernos filtro solar, porque no tenemos (los pálidos) esa buena hormona llamada melanina. Tenemos que ponernos zapatos, porque el suelo que pisamos no es de hierba ni de arena...

Y nuestra mente... parecido. Tenemos que ignorar las miradas de quienes nos cruzamos a diario, porque uno no puede saludar a miles de desconocidos. Tenemos que ignorar anuncios que se escriben apelando al lector, o miradas directas de presentadores, o ruidos constantes de vecinos, o el dolor (real o simulado) en los ojos de cientos de personas que piden limosna, o de miles de seres humanos que nos cuentan cada día que sufren mucho en el mundo. Es curioso, por cierto, cómo los diagnosticados de psicosis parecen ser los que, por excesiva tensión psíquica, pierden temporalmente la energía que hace falta para ignorar todo lo anterior...



Y yo, que quiero ser pragmático, y entiendo la necesidad de esos ropajes y esas ignorancias, sin embargo creo que algo hacemos mal si nos insensibilizamos ante la lástima. Creo que se puede ser sensible (indignarse, conmoverse), y luego reflexionar, actuar de un modo eficaz pero realista, y seguir con nuestra vida.

Ejemplo. A mi me conmueve la pobreza. Por eso, colaboro con algo de dinero con Cáritas, Cruz roja, y Aldeas Infantiles. En total, gasto menos que en transporte. Es poco, lo sé. Pero es algo.


En cambio, nunca doy dinero a quien lo pide con patetismo en la calle o el metro. La razón es que no sé distinguir el bueno del falso, y no sé cuánto le han dado, o en qué lo va a emplear. No paso de largo. Si me miran, les devuelvo la mirada, o el saludo. Pero no doy dinero


El otro día me ocurrió algo en el metro.  

Unos cuantos vagones más allá del que yo ocupaba, un hombre daba gritos lastimeros. Era joven, estaba indudablemente bien nutrido (buen color, músculos fuertes) y sin embargo, con teatral patetismo suplicaba por Dios algo de comida, entre sollozos que sonaban a sobreactuación, y aludiendo a un hambre que su aspecto desmentía. No me pareció correcto que su falsedad obligase a tantas personas a insensibilizarse ante algo que, si fuese real, nunca debe dejar de conmovernos: el hambre dolorosa. Así que intervine. Me acerqué a él, me agache hasta la altura de su cabeza artificiosamente baja, y le susurré "disculpa, creo que en la próxima parada hay unos de seguridad. Si quieres, espera sentado y te aviso si les veo". 

Como por ensalmo, cesaron los gritos, se enderezó, miró a los lados con rapidez profesional, y me sonrió con astucia pícara, guiñándome un ojo. Los pasajeros vieron aquello, y espero que quedasen inmunizados cuando una parada más tarde intentase volver a conmoverles con su teatrillo. Y espero que ninguno pensase que yo era un sanador que curaba a los hambrientos doblados de dolor con susurros misteriosos...


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