jueves, 22 de diciembre de 2016

Testamentos

Hay quien cree que los antiguos eran tontos. 

Yo creo que no.


Yo creo que se presentaron diariamente a un examen francamente duro en el que aprobar o suspender marcaba la diferencia entre vivir o morir. Estoy hablando del examen de la realidad en la asignatura de supervivencia. No creo francamente que tuviesen tiempo para florituras y sí creo, sin embargo, que las lecciones que tan duramente aprendieron se les quedaron tan grabadas que imaginaron con temor que sus hijos, o los hijos de sus hijos, tendrían que volver a pasar por los mismos dolores que ellos para aprenderlas.






Por eso decidieron ahorrarles esos malos tragos y crearon las imágenes de aquello que no es intuitivamente importante, pero que la realidad les ha dicho que sí era muy importante y así apareció lo sagrado, lo divino, los dioses, lo adorable... y quisieron grabar también de modo imborrable aquello que parece intuitivamente inocente y que sin embargo conduce a la muerte al cabo de un tiempo, y a eso le llamaron los tabúes o los pecados mortales.


Imagino que los antiguos llamaban sagrado a aquello que tenía una importancia vital de primer orden, pero cuya apariencia de ser importante no era evidente, y por tanto tenía que ser enfatizada por los viejos del lugar. Ese sentido de lo sagrado, es similar al que muchos padres transmitimos a nuestros hijos cuando les vemos tomar a la ligera cosas que sabemos que son importantes: "Niño, no juegues con la comida, la comida es sagrada"." Niño, no faltes al respeto a papá o a mamá, eso es sagrado". "Niño, cuida tu cuerpo y no lo enseñes a la ligera a cualquier desconocido, eso es sagrado". "Niño, no digas mentiras a papá o a mamá, cuando te preguntamos algo tienes que decirnos la verdad, eso es sagrado". Antiguamente dirían "no apaguéis el fuego que nos ha costado mucho encender, eso es sagrado", "no faltéis a las celebraciones que nos hacen sentirnos parte de una comunidad. eso es sagrado", "no os comáis a los gatos: nos ayudan contra los roedores que se comen nuestras cosechas, y eso es sagrado...". En fin, creo que se entiende por dónde van los tiros...

Por eso, si quieres hoy saber qué es sagrado, pregunta a las buenas personas con experiencia de la vida (tus mayores, o tu propia experiencia si ya has vivido mucho), y te dirán que… la vida, la salud, la comida, la mente de los niños, la naturaleza, la educación, tu cuerpo, las esperanzas, la verdad… son sagradas.

Y si quieres saber qué es tabú, pregúntales también, y fíjate en el profundo rechazo (casi temor, y dolor) en sus ojos al nombrar eso que parece inocente pero que causa muchísimo daño: las peleas entre hermanos, el egoísmo, la avaricia, el materialismo, las drogas, la falta de respeto a la familia, las burlas a quien merece respeto, la crueldad, la contaminación de lo hermoso…

Y si no quieres preguntar, basta con que escuches a tus entrañas:

Normalmente, cuando estamos en paz, la contemplación o reflexión en torno a aquello sagrado produce un estado de asombro y plenitud (como al ver un paisaje, o el cielo nocturno, o la mirada de quien nos ama, o a nuestros hijos durmiendo...). La emoción es tan intensa, que a veces no queda sino compartirla. Mocedades le dedicó una canción a este tipo de cosas, y miles de poetas les han dedicado millones de versos... Mi admirado Silvio, cantante y poeta, dedicó una de sus mejores canciones a lo sagrado y lo profanado, llamada, cómo si no... Testamento.

Y siguiendo con nuestras entrañas, normalmente se nos revuelven con fuerza, y sentimos legítimos deseos de usar esa fuerza (aunque luego la transformemos en fuerza constructiva para no destruir), cuando sabemos que alguien ha profanado con tosquedad bruta algo de eso sagrado (un malnacido abusando de la inocencia de un niño, un líder de una ONG buscando su lucro personal, un grupo farmacéutico falseando un estudio para engañar a la población, un presidente de Estados Unidos despreciando el valor de las esperanzas de mucha gente sólo por sus papeles o color, o una empresa destruyendo ecosistemas sólo para dar "un pelotazo", o un móvil que suena durante el concierto en directo del Mesías de Handel...)

Y si quieres dedicar un rato a ver qué cree "la gente" que es sagrado o tabú, puedes disfrutar de la película Human, del cineasta y artista Yann Arthus-Bertrand, que pasó tres años recogiendo historias de la vida real de 2000 hombres y mujeres de 60 países. Dejo enlace aquí. Muy recomendable.



Por eso hoy, con respeto, quiero hacer alusión a dos largas recopilaciones por escrito que muchos otros que vivieron antes que nosotros quisieron dejar a las generaciones posteriores (y por tanto, también a nosotros). Como legados valiosos (más que los bienes materiales, pues se trataba de lecciones de la vida) decidieron en algún momento llamarlos testamentos. Ambos escritos son fáciles de encontrar, pues se han traducido a casi todos los idiomas, y llevan siglos distribuyéndose (al principio, copiados a mano), además de que se leen en público a diario en casi todo el mundo.

Uno de esos testamentos, más antiguo, se centró en tratar de evitar que retrocediésemos en el camino de construir una sociedad de paz, y se dedicó a señalar aquello que debíamos evitar para no dañar la salud del grupo, o propia. Se parece mucho a lo que la experiencia de convivencia en la unidad de rehabilitación nos llevó a plasmar en normas.Te dejo enlace.

El otro, más reciente o nuevo, recogió todo lo anterior y lo amplió con una serie de invitaciones a avanzar , que coinciden mucho con lo que la propia experiencia como psiquiatra me ha ido mostrando, y por ello he ido desgranando en diversas entradas. Pongo ejemplos:

1. El libro del que hablo  nos mandó amar (como esta entrada)

2. El libro del que hablo nos mandó cuidarnos y no dañar, pero nos invitó a ir más allá cuidando a otros y creciendo (como esta entrada)

3. El libro del que hablo puso en marcha un plan para arreglar el mundo empezando por los más próximos (como esta entrada)

4. El libro del que hablo nos previno contra la tibieza y la medianía cobarde, o contra la insensibilidad (como esta entrada o esta otra)

5. El libro del que hablo enseñó como coordinarse de manera sencilla en comunidades de personas diversas (como esta entrada)

6. El libro del que hablo nos enseñó a tratar bien a los niños, y a ser sus Reyes magos (como esta entrada)

7. El libro del que hablo nos enseñó a cuidarnos evitando los errores que pueden dañar nuestra cabeza o salud mental (como esta entrada)

8. El libro del que hablo nos enseñó a ser idealistas con los pies en la tierra (como esta entrada)

9. El libro del que hablo nos enseñó a no poner el corazón en objetos que solo son reflejos de lo verdaderamente amable, y a no temer a las sombras, sino a lo verdaderamente temible (como esta entrada)

10. El libro del que hablo nos enseñó que a veces tenemos que enfadarnos e indignarnos (como esta entrada)

11. El libro del que hablo nos invitó a aprender de la gente sencilla que vive y experimenta (como esta entrada)

12. El protagonista del libro del que hablo sabía que pasaría por loco, pero no le importaba, pues en el mundo del egoísmo y la pseudológica, el amor, el idealismo y la sencillez desentonan... (como vemos en esta entrada)

13. El libro del que hablo nos invitó a no agobiarnos por el futuro ni a quedarnos anclados enterrando los muertos de nuestro pasado (como esta entrada) centrándonos en el presente (como en esta entrada), pero recordando que hay ciclos más pequeños y más grandes que nosotros (como en esta entrada)

14. El libro del que hablo nos invitó a no ser esclavos del dinero (como esta entrada, o esta otra)

15. El libro del que hablo señalaba caminos de libertad genuina (como esta entrada o esta otra)

16. El libro del que hablo hablaba duro a los que se autoerigían en jueces de lo bueno y lo malo en los demás, con hipocresía, algunos de los cuales crecerían en su propio "equipo" (como esta colección de entradas)

17. El libro del que hablo nos enseñó el valor del perdón (como esta entrada)

18. El libro del que hablo nos enseñó el valor de la verdad (como esta entrada) pero también que los hechos importan más que las palabras (como en esta entrada)

19. El libro del que hablo nos señalaba caminos para ser verdaderamente felices (como esta entrada en verso) sin buscar lo que sólo aparenta ser valioso (como en esta entrada)

20. El libro del que hablo vino a traer guerra sin espadas (como esta otra entrada en verso)

21. El libro del que hablo nos previno del error de temer a quienes no comprendemos (para lo que escribí esta colección de entradas) o de guardar una distancia excesiva y rígida por miedo (como en esta entrada)

22. El libro del que hablo señalaba caminos para acrecentar nuestro verdadero valor (como esta entrada) y a reconocerlo en los aparentemente "minusválidos" (como en esta entrada), evitando idolatrías y narcisismos... (como esta entrada o esta otra)

23. El libro del que hablo nos enseñó a afrontar los problemas con heroísmo, y a ser posible, en equipo. Y de hecho su protagonista actuó con heroísmo pacífico, y creó equipo (como verás en esta entrada)

24. El libro del que hablo nos enseñó a educar y cuidar, sobre todo a los niños y ancianos, como jardineros que siembran y  cultivan (como esta entrada o esta otra)



En fin, podría seguir, pero lo importante es que en los tiempos que corren quizá ya no son tan necesarios dichos libros: ya hay un clamor mundial en palabras, arte, cine, canciones y movimientos sociales que pide justicia, libertad, amor, fraternidad, sobriedad y cuidados a los más débiles... e intuyo que no tardaremos mucho en coordinarnos y actuar de modo efectivo y pacífico. Pero es justo valorar, bajo los árboles, las semillas que los hicieron crecer, aunque se hayan quedado secas, arrugadas y pequeñas. Han hecho su papel.

Y hoy quería recordarlos con cariño.


















viernes, 16 de diciembre de 2016

Validez y reconocimiento











Voy a hacer aquí una entrada que ya he ido anticipando en otras muchas entradas. Voy a hablar del reconocimiento, de la validez que nos reconocen.


Por ponerlo en contexto, el reconocimiento (de nuestra validez) es algo necesario, según Maslow. Su famosa pirámide de cinco niveles de aquello que todos buscamos saciar se podría comparar con las necesidades de un buen caminante:

Las necesidades básicas serían todo aquello que hace que su cuerpo esté sano, nutrido, descansado y capaz de actuar. Lo ideal aquí es el término medio (ni hambre ni hartazgo, ni frío ni calor, ni agotamiento ni molicie...)

La seguridad sería todo aquello que ofrece perspectivas presentes y futuras de que las necesidades básicas seguirán pudiendo ser satisfechas (y aquí también en el medio está la virtud, entre el exceso de prudencia cobarde/inseguro, y el defecto de prudencia del temerario o del inconsciente).

El afecto sería todo aquello que nos hace sentir agrado durante el camino (serían como las caricias para el alma, manifestadas a través de palabras, miradas, sensaciones físicas placenteras, compañía, cuidados...). Y aquí la virtud no está en el medio, pues cuanto más afecto mejor, sino en el objeto (equilibrio entre afecto recibido y dado). El mayor anhelo que tenemos en la vida es precisamente el amor en cualquiera de las formas que desarrollo en esta otra entrada.

La validez sería todo aquello que nos hace sentir valiosos, como esos bienes que llevamos para ofrecer durante el camino (los reconocimientos serían como los aplausos para el alma al contemplar otros nuestros talentos, o nuestras acciones). El deseo de validez/reconocimiento es el segundo gran anhelo que todos tenemos, y como decía del afecto, aquí tampoco la virtud está en el medio, pues cuanto más reconocimiento mejor, sino en su fuente (equilibrio entre reconocimiento recibido de uno mismo y de los demás)

Y el sentido... pues el objetivo hacia el que, como caminantes, queremos dirigir los pasos de nuestra vida. Otro día hablaré de él, aunque anticipo que tiene que ver con el "sentir" más que con el pensar.







Ya, todo lo anterior es poético y algo teórico. Pero tiene efectos bien reales. Tantos, que nuestro sentido de (en este caso) la validez y el reconocimiento duele (con dolor real) cuando no se tiene, y conmueve (enamora, motiva, ilusiona) cuando se presenta ante nuestros ojos y lo entendemos. De hecho, cuando no nos lo dan, nos sentimos insignificantes (sin significar casi nada para casi nadie), o enfadados. Y así como existen formas patológicas (desmesuradas, desproporcionadas) de buscar reconocimiento, existen personas que se lo dan demasiado a sí mismos (egolatría) o a los talentosos (superdotados), y casos en que, tristemente, otras veces no se lo dan a los que tienen alguna discapacidad

En fin. Vivimos tiempos difíciles para saciar de modo natural nuestra sed de valoración y reconocimiento. Quedan pocos espacios en los que se reconozca valor a priori (ya vale de poco, e incluso resta, la presentación de uno como "maduro" (antiguamente dirían "senior", y era un honor serlo), médico, político, monarca, padre, profesor, juez, sacerdote, ciudadano de uno u otro país, catedrático, etc...). Y ello no es necesariamente malo. Quizá es el resultado natural de la lección que la realidad ha dado a muchos: que ningún "título" es garantía de valor (aunque ello se ha llevado al extremo de despojar de modo demasiado rotundo aspectos que, bien llevados, sí aportan valor). Y en el campo laboral, creo que no hace falta ir muy lejos para ver cómo jóvenes (o no tan jóvenes) talentosos o que han invertido mucho tiempo y energía en su currículum ven cómo este, a la hora de pagar sus hipotecas, vale menos que el pectoral de un hombre-mujer-o-viceversa...

Por eso muchas personas se hacen mala sangre, y se amargan, cuando ven cómo el mundo parece haberse vuelto loco de repente, y en una especie de síndrome de Asperger colectivo, ya sólo hace caso a los papeles, los numeritos (esa obsesión por las tallas y los centímetros), las calificaciones escolares, las escalas, las evaluaciones de desempeño, los EFQMs... que suelen ser miopes al verdadero valor de las personas y las acciones, y suelen recompensar al mediocre cumplidor de protocolos.

Pero también vivimos una hiperinflación de lo contrario. Hartos de no ver reconocimiento cuando sí se merecería, algunas personas han caído en el exceso de la mal entendida autoestima (como si uno mismo se pudiese aplaudir con sólo mirarse al espejo), o de la sobrecompensación a base de bienes de consumo, de endiosamientos pomposos, de colección enfermiza de valoraciones virtuales (likes, "me gustas", pulgares, retweets, visitas...) o de que niños ciertamente poco reconocidos en el colegio luego se vean tratados (sin aún merecerlo) como sultanes. Y claro. Luego adoptan conductas de sultanes (mira en wikipedia, y verás que no se distinguían por su sobriedad y tolerancia a la frustración, precisamente).

¿Y dónde está la solución? Humm. That is the question. Creo que se entiende mejor si vemos primero dónde no está:

No está en una sola cosa (pues nos haríamos dependientes)
No está en la búsqueda compulsiva de aprobación, a cualquier precio.
No está en la adquisición o tenencia de objetos económicamente costosos.
No está  en la imitación de lo valioso (las modas)
No está en la huída fantasiosa e irreal a paraísos en que nos sintamos dioses...
No está en los reconocimientos formales, ni en los ascensos, ni en las jefaturas (la verdadera jefa es la realidad, siendo cada uno normalmente encargado de sí mismo, y de su casa, y lo demás son encargados a veces con ínfulas, a los que la realidad va poniendo en su sitio...)

Así que pensemos en dónde sí estaba originalmente la fuente de la validez: muy probablemente, nuestros ancestros, lo que más valoraban en un miembro de su clan era... que aportase bienes al clan. Y para ello, claro que la destreza, o la fuerza, o algún talento especial, o los bienes materiales eran valiosos. Pero no por sí mismos, sino como medio. Nos da valor, por tanto, todo aquello que nos permite amar mejor (cuidar mejor, entender mejor, defender mejor) a nosotros y a quienes están junto a nosotros. Recordad el brindis que Harry hacía por el bueno de George Bailey al final de "Qué bello es vivir" (el más rico del pueblo, le llamaba, y lo era, en valores de verdad, bien valorados por la gente de mirada clara...).

¿Y cómo lograr este valor? Pues hay un camino fácil, (recuerda, como decía más arriba, que antes de emprender cualquier camino, uno tiene que estar descansado y nutrido) que a su vez se compone de dos partes (como tus dos manos).

La primera parte es... hacer lo que todos sabemos hacer, "incluso con la mano izquierda" (escuchar a quien nos lo pide, dar algo de nuestro tiempo a quien lo necesita, aportar paz a los grupos, acompañar en el sentimiento...).

 Y la segunda... hacer con brillantez aquello que se nos dé especialmente bien (cada uno sabe en qué es "diestro", de manera que al cultivar dicha destreza y ponerla al servicio de quienes nos rodean, ganamos y ganan).

Creo que en ese juicio sereno que uno se dirige  a si mismo reside la autoestima: no en "autoaplaudirnos" ni "autoestimarnos", sino en valorar con claridad lo que podemos aportar de valioso a los demás, de modo que luego, y sin buscarlos, lleguen los aplausos como una consecuencia natural por parte de quienes miren con buenos ojos. 

Una vez más , podríamos aprender de los niños: hacen algo que les gusta, nos lo comparten por amor y... les aplaudimos.





Así pues, obtendremos validez cuando, sin buscarla expresamente, busquemos hacer cosas valiosas, a través de cualquier medio. Quien admira el medio como tal, desprovisto de su fin, adopta hacia tal medio una querencia desproporcionada y entonces cae en el ridículo que tantas películas nos han mostrado, con personajes ensoberbecidos ante un "valor" propio como la belleza de la madrastra de Blancanieves, los músculos de Gastón, la habilidad de Draco Malfoy, la opulencia del sultán de Aladino, la fiereza de Shere Kan, la riqueza de Thorin ... o personajes aún más ridículos adorando, envidiando o anhelando dicho valor (Gollum buscando su tessssoro, las hienas adorando al tío de Simba, las hermanas tontas de Cenicienta vistiéndose de princesas...). Es como quien guarda en la vitrina un precioso violín, sin disfrutar lo más valioso del instrumento: la música que creamos al usarlo...

A mí, como a cualquiera, me han valorado de muchas maneras (elogios, críticas, aprecios y menosprecios), pero he ido aprendiendo a ponderar el valor que me dan por el que yo doy a quien emite el juicio...

De modo que algunas críticas son positivas lecciones de las que aprender (nadie somos perfectos), y otras críticas (negativas, y poco frecuentes, pero de las que alguna ha habido, en general emitidas por personas sombrías o cegadas de sí mismos) son en realidad confirmaciones de que uno va por buen camino...

Y llevo con orgullo sereno los reconocimientos de personas humildes, directas, llanas, que quizá a ojos necios sean poco valiosas, pero que son los más válidos, (probablemente esto  sea de lo poco que he creído entender  al bueno de Cesar Vallejo en sus difíciles versos, cuando pedía "dame, aire manco, dame ir galoneándome de ceros a la izquierda").

Algunas de las personas a quienes más he admirado, y en concreto mi referente vital, tenía pocos "poderes", y muchos "déficits". Les dediqué una entrada con unas sencillas "gracias", porque valen mucho. Como esos seres pequeños, blanditos, indefensos e irracionales que tanto valoramos (sobretodo, en esta sociedad de la imagen, cuando los vemos recién nacidos). Quizá su mayor valor sea que nos permiten ejercitar con ellos nuestro más valioso talento: el amor con obras.

No quiero despedirme hoy sin recordar a otros dos personajes a los que valoro mucho (y de los que ya escribí): uno era un caballero loco de cuyas andanzas mucho se ha escrito, y otro, un tipo barbudo a quienes muchos han tratado de seguir, o de entender, y cuyo icono más frecuente nos lo recuerda derrotado, moribundo y cabizbajo... Casi estaríamos tentados de decir que perdió la batalla, salvo por el "pequeño" detalle de que... caramba, dosmil años más tarde es el tipo más valorado de la historia, fechamos los años en función de su humilde nacimiento (cuya representación verás estos días por todas partes), y hemos integrado como propio (como quien lee sin recordar el nombre de su profesor) mucho de lo novedoso que enseñaba (perdón, amor, acogida, trato especial al más débil, sobriedad, lazos entre todos los seres humanos más fuertes que las fronteras o la sangre, y esperanza en que, por ese camino, el mundo tiene arreglo...).

Feliz Navidad

lunes, 5 de diciembre de 2016

La ayuda a la persona con enfermedad mental: heroísmo y equipo







La enfermedad mental grave en estos tiempos puede ser difícil de manejar. Esto no es nuevo, y ha sido objeto de estudio, observándose  a menudo que en países en vías de desarrollo (con una menor complejidad social y una mayor presencia de la vida en comunidad) el impacto de la enfermedad mental (con unos mínimos de tratamiento, claro está) en el rendimiento funcional de la persona y de las familias era notablemente menor.

Sin embargo, en nuestro entorno, la frecuente presencia de numerosos (y dispersos) frentes de atención por parte de cualquier adulto (su trabajo, sus compromisos conyugales y paternales, su propia salud, sus intereses personales o sociales)…, suponen a menudo un reto tanto para quien padece una enfermedad psíquica (pues se encuentra fuera de la mayor parte de circuitos de la “vida normal”) como para quienes quieren ayudarle, pues se encuentran con que el gasto de energías que requiere ese papel a menudo es incompatible con el cuidado de sus otros intereses legítimos.

Los familiares reaccionan a lo anterior de modos diversos. Unos, por miedo a que su familiar "se ponga mal", adoptan la actitud de salvadores, tomando sobre sí la totalidad de la responsabilidad del paciente, como si fuesen sus ángeles custodios. Y se agotan (suelen acabar con algún ISRS). Otros, incapaces de encontrar un término medio entre la ayuda heroica y la atención al resto de afanes de su vida (su salud, su trabajo, su vida, sus otros familiares) y por miedo a su propia anulación vital, hacen un ejercicio de insensibilización, y se "desentienden".

¿Cómo es eso posible, si la mayor parte de la gente es “buena gente”?

Hummm. Ciertamente, a menudo las personas queremos hacer el bien, pero tenemos al mismo tiempo la intuición de que dicho bien ha de ser proporcional a nuestras fuerzas y a nuestros otros requerimientos.


Pondré un ejemplo moral típico. Imaginemos qué salimos con unos amigos al monte y que uno de ellos al llegar al punto de destino descubre que se ha dejado la comida en casa. Resulta natural imaginar que el resto de los amigos le cederán  una parte de su comida de manera que sin privarse de lo esencial pueden entre todos completar la ración del olvidadizo amigo. En situaciones así no hay dilema, porque resulta fácil e intuitivo llegar a un término medio.

Sin embargo imaginemos la situación de un excursionista que se encuentra a un individuo a punto de morir, en un paraje aislado y sin cobertura del móvil, y para cuyo rescate tiene que poner en peligro grave su propia vida. En situaciones así, parece no haber término medio: o el excursionista actúa como un héroe, corriendo el riesgo de perder su vida, o actúa como un villano, pasando de largo y fingiendo que no ha visto nada. Hagamos lo que hagamos, perdemos mucho. La mayor parte de nosotros no hemos nacido para héroes, pero tampoco queremos ser villanos, por lo que es difícil imaginar qué haríamos en una situación así. De hecho, lo que solemos hacer es evitar ponernos en situaciones de ese tipo, es decir, evitar acercarnos a disyuntivas éticas en las que no haya término medio y nuestras únicas alternativas sean el heroísmo mártir o la insensibilidad cobarde.


Y sin embargo, hay una circunstancia para la que nuestra biología y nuestra educación personal y colectiva sí nos enfrenta a la posibilidad de ser héroes: la defensa de nuestros hijos mientras son indefensos. Creo que no hace falta recurrir a los ejemplos de ficción. Basta con mirar la historia, e incluso la naturaleza, y observar qué fuerza tiene (en general) la defensa de la prole. Más que el propio instinto de supervivencia individual, nos dicen miles de historias. Y a mí me lo han mostrado cientos de veces padres heroicos (y ya mayores, en muchos casos) que prolongaban el cuidado de su hijo más allá de la infancia, porque la enfermedad no entiende de calendarios... 

Pero las energías sí entienden del paso de los años, por lo que he invitado muchas veces a esos padres a pedir más ayuda. Porque está claro que, desde el punto de vista de la supervivencia de la especie, ha resultado necesario que durante aquellos periodos de nuestra vida en los que todavía no habíamos alcanzado la destreza de sobrevivir por nuestros propios medios, tuviésemos al menos un encargado particular de protegernos. Pero ese sistema no es sostenible en el tiempo. 

Por eso, nuestro intelecto y nuestro desarrollo social nos han permitido encontrar otras maneras de cuidar de los individuos indefensos.




Uno de esos primeros mecanismos fue la solidaridad intrafamiliar, en cualquiera de las formas que Engels definió como familia:  clan, familia amplia o sindiasmica, tribu… y que en los tiempos de la antigua Roma adoptaba el nombre de gens ("mi gente").

Otro de los mecanismos (aún más eficaz) fue la creación de sociedades supra familiares (los primeros imperios, los reinos,  las fraternidades, las comunidades,  las hermandades, etc…). Y desde hace unos pocos siglos, y gracias a la posibilidad de multiplicar fácilmente las palabras escritas (con la imprenta, inicialmente, y posteriormente los otros medios de difusión masiva de comunicación), los Estados construidos en torno a "ideas constituyentes".



Como anécdota histórica, hace unos veinte siglos llegó a ponerse en marcha un proyecto de solidaridad que no se basase en lazos de sangre, ni de pertenencia política, ni de raza, y cuya única condición para pertenecer fuese “ser gente de paz, y cuidarse entre ellos”. Le llamaron comunidad/asamblea universal (aunque la conocemos mejor por ese nombre  traducido al griego), y a lo largo de estos siglos, aunque ha pervivido y se ha extendido por muchos lugares, ha ido oscilando entre el mantenimiento de su espíritu inicial, y la burocratización (e incluso a veces perversión) de dicha idea viva

Así pues, la historia del desarrollo de la humanidad nos ha ido dando la clave para afrontar los grandes dilemas: inicialmente, con heroísmo, vale, pero tratando de que, lo antes posible, ese heroísmo se reparta sobre otros hombros, de manera que se siga haciendo lo que hay que hacer (cuidar al débil, resolver la injusticia) sin necesidad de heroísmos individuales. 









Es curioso (y al mismo tiempo tiene toda la lógica) que incluso los relatos que más han ilusionado el entusiasmo de los espectadores sigan ese proceso. En el mundo ficticio, los superhéroes individuales se unen con otros que les ayuden en sus misiones formando Ligas de la Justicia o Patrullas X, el heroico hobbit se ve acompañado por la espada, el arco y el hacha de Aragorn, Legolas y Gimli, el tímido y joven mago de la cicatriz se une a la Orden del Fénix... 













Y en el mundo real, los pioneros en actuar heroicamente frente a un drama, creaban pronto una hermandad para seguir llevando a cabo la tarea. La lista es larga, pero casi siempre sigue el patrón de... buena persona (al que luego solían llamar santo) conmovida ante un daño en personas indefensas, que crea una institución que alivie ese daño, y le pone nombre sin devanarse mucho los sesos: hermanas de los pobres, hermanas de la caridad, hermanas hospitalarias, hermanas de los ancianos desamparados, médicos del mundo, acción contra el hambre, amnistía internacional... etc. etc.). 






¿Y en la actualidad? Pues vivimos tiempos confusos. Por una parte, se han desarrollado mucho esas instituciones que ofrecen servicios sociales y sanitarios accesibles a la población (aunque aún son insuficientes), y por otra, la familia como institución ha ido perdiendo fuerza y cohesión, en una evolución paralela al auge de los derechos individuales, y a la visión crítica de las imperfecciones reales del modelo familiar (o de sus millones de plasmaciones concretas).

El resultado es que vivimos un tiempo de transición, en el que estamos obligados a seguir haciendo equipo entre lo profesional y lo familiar cuando de atender enfermedades graves se trata, pues ninguno de dichos espacios de cuidado es por sí mismo suficiente.

Así pues, voy a poner un símil futbolístico, para imaginar cómo podría ser ese “equipo ideal”, bien coordinado, y luego, con ese modelo, que cada cual trate de acercarlo a la realidad de cada caso.

En primer lugar hay que definir las reglas del “juego”.

A un lado del "campo", el paciente, con la parte de conocimiento sobre la enfermedad, acercada  y adaptada a su realidad, con apoyo en equipo de psicólogos, medicamentos, enfermeros, psiquiatras, familiares, trabajadores sociales y recursos comunitarios.

Al otro lado... el daño (dolor psíquico y limitación funcional).

¿Y cuál es el objetivo? Pues evitar que nos metan goles (daños o situaciones de riesgo), y tratar de meterlos nosotros (todo lo que produzca buena calidad de vida en la persona con enfermedad psiquiátrica).

¿Y la plantilla?

El portero es ese familiar próximo que evita los males mayores (padre, madre, tutor...).

La defensa son esos otros familiares o profesionales (psiquiatra o psiquiatras de confianza, enfermero de referencia e incluso el Samur) que ayudan al portero a resolver una situación peligrosa

El medio del campo son esos psicólogos, esos profesionales de rehabilitación, esos compañeros de actividad, esos amigos, esos hermanos … que acompañar el día a día de la vida cotidiana del paciente, y que nutren su legítimo anhelo de afecto y reconocimiento frecuentes.

Y los delanteros son los profesionales que ayudan a hacer brillar talentos (profesores, empleadores, terapeutas ocupacionales,,,), o esos familiares que invitan a las ocasiones especiales de celebración.

 ¿Y el capitán? Ah, eso depende. En situación de serenidad, cada uno ha de ser "capitán de sí mismo", así que idealmente ha de ser la propia persona con enfermedad quien dirija al "equipo", pero como quien manda es la realidad, si ésta muestra que la persona no está en condición de serenidad para dirigir sus cuidados, habrá de ser otro quien, temporalmente, lleve el brazalete (y si se prolonga en el tiempo, se puede llegar a hacer un proceso civil de tutela o curatela).


Lógicamente el puesto más cansado (sobre todo por el peso de la responsabilidad) es el de portero, así que, como en los equipos de fútbol, viene bien que haya portero suplente, o que alguno de los jugadores de campo esté preparado para hacer temporalmente las funciones de portero. Y viene bien  que tengan un plan escrito en forma de protocolo de actuación en caso de crisis. No obstante, como todo buen entrenador de fútbol sabe, la mejor manera de evitar sufrir situaciones peligrosas es asegurarse bien del control del balón, es decir, no esperar a que ocurran los acontecimientos sino poner los mediosdiarios que promueven actividades de salud.



Resumiendo lo que dejo en el anterior enlace, es muy importante para que se mantenga la salud mental de la persona con enfermedad mental grave (para mantener la portería propia sin riesgo de goles) que la medicación se tome de manera continuada, y para eso viene bien utilizar algunos trucos prácticos como puede ser la compra de un pastillero semanal y la supervisión por parte de algún cuidador de los momentos clave en los que se toma la medicación.

También es importante asegurarse de que no tome alcohol o sustancias tóxicas, y a medio plazo viene bien que no pierda el ritmo y los hábitos tanto de su cuidado básico (higiene, alimentación, orden de la casa) como de sus actividades personales (aquellas actividades organizadas de ocio, formación o trabajo).

Con todo ello el pronóstico de estabilidad de una persona, independientemente de su diagnóstico, es alto y el número de ocasiones en las que el portero va atener que intervenir será muy escaso o nulo. PERO SIEMPRE TIENE QUE HABER ALGUIEN BAJO LA PORTERÍA (es decir, que en caso de ausencia por cualquier motivo del portero titular, o en el sistema de turnos que se establezca, alguien tiene que “ponerse los guantes”).

Por eso a la hora de plantearse el ofrecimiento personal como portero suplente, hay que tener en cuenta que no va a suponer un desgaste desproporcionado, sino más bien una presencia testimonial necesaria (como lo es el cinturón de seguridad) pero pocas veces requerida (como pocas veces necesitamos que el cinturón de seguridad haga su función, afortunadamente). 

Termino, pues, con una invitación a quien lea esto: cuando estés en el dilema entre ayudar o cuidarte... haz ambas cosas. Estarás participando en un combate que se repite una y otra vez por todo el mundo (el daño contra el cuidado), y lo estarás haciendo del mejor modo posible: acompañado.


Te felicito. Te estarás aventurando bien...